Tomás golpeó la puerta, pero nadie abría. Cinco, diez, cincuenta veces, no alcanzaron ni siquiera, para despertar a los vecinos de la cuadra. Tenia tanta soledad en ese jueves de enero, que el calor se le pegaba a la piel marcándola como la hamburguesa que coció a la plancha quince minutos antes. Se quedó sin agua, iba a pedir un poco de jugo aunque sea. -¿A dónde se fue todo el mundo?, se preguntó a si mismo. Alzo la vista, y en la esquina había un Peugot 207, con las puertas abiertas, corrió hasta el, solo encontró un par de bolsos. Silencio, puro silencio. Miró hacia la izquierda y divisó una larga filas de autos abandonados, bicicletas camas, ropa, y más silencio. Empezó a correr, tan fuerte que hizo las quince cuadras desde su casa al centro en muy poco tiempo. En el trote, puertas abiertas, desorden, su mente se centró en un solo objetivo, escapar de ese lugar. La plaza del pueblo, estaba destrozada por donde se la mire, los vidrios de los negocios estaban rotos